[Con motivo del décimo aniversario del inicio de la revolución, varios medios y plataformas están dedicando artículos a esta cuestión. Reproducimos aquí uno escrito desde Homs, ciudad controlada por el régimen tras el pacto acordado con las facciones armadas opositoras ya en 2014]
Texto original: Al-Jumhuriya
Mona Rafei. 11/03/2021
Mientras cuentas las pequeñas arrugas en tu rostro, viene alguien y te dice que han pasado diez años y sientes que ya no eres capaz de distinguir todo lo que ha sucedido entre sueño y vigilia, entre tu vigilia y tu muerte. Miras el calendario y cuentas con los dedos: dos años, cinco, siete, nueve, diez… En el primero estabas en ese sitio; en el tercero, en otro; en el quinto, en uno distinto de ambos; y en el décimo, ya ni cuentas los lugares, pues te has olvidado a ti mismo y el tiempo te ha olvidado, y sencillamente prefieres que sea así.
Pero ¿dónde estás?
Recuerdas lo que sucedió hace diez años: ellos te han obligado a recordarlo, aunque deseas olvidar, no por nada, sino porque ya no soportas el dolor, ya no soportas la sucesión de pérdidas, sangre, destrucción y barro. Porque has decidido no decir nada, no añadir nada, porque sabes perfectamente todo lo que se ha dicho, lo has memorizado y estás harto de ello. Porque quieres mirar hacia delante y olvidar todo lo que ha quedado atrás. Sin embargo, ese atrás es pesado, muy pesado, y tira de ti hacia atrás: te agarra de la ropa y el pelo, te ruega que no lo dejes y que lo pongas delante de ti, y cuando lo escuchas te dice: ahhh… Y ese suspiro te llena el pecho. Te rindes y sientes pena por ti mismo cuando eso sucede.
Pero, ¿hacia dónde ir ahora?
Ahora estoy en Homs. Camino por las calles, las que están destruidas y las que no, me fijo en los rostros, los mercados, las mercancías, y me digo: «Este rostro duro que acaba de pasar a mi lado podría ser el de un asesino bajo tierra, y ese otro bueno y tranquilo podría ser el de un mártir oprimido asesinado con una bala traidora.» Organizar los rostros de los viandantes es mi afición mientras camino: «Este es un asesino y este, una víctima; este es un mártir y este, un carnicero.» Me detengo en algunos rostros y pienso: «A este asesino, tal vez, lo despierte su conciencia por la noche y este mártir tal vez tenía una historia que no quería que nadie conociera.» Dejo de categorizar los rostros y me reprendo porque eso no está bien, pero ese pequeño juicio en mi contra es como una última impotencia que intento solucionar. La impotencia acumulada empuja al ser humano a hacer las cosas más miserables y carentes de sentido.
Al teléfono, una voz triste dice que los últimos diez años han pasado como un largo sueño cuyo final aún esperamos. Le doy la razón y miro al cielo, donde la lluvia parecen barras de hierro y el sol, una tristeza amarilla. Escucho a la gente y sus palabras resultan metáforas incapaces de una derrota que se avergüenza de decir que lo es.
Pienso que el juego favorito de todo el mundo aquí es no llamar a las cosas por su nombre, ya que llevamos diez años viviendo «la guerra»; «la crisis» asfixiante actual la ha provocado «la gobernanza»; «las ballenas» son quienes han provocado la pobreza de la sociedad; «el sabio liderazgo» emite resoluciones que no tienen en cuenta las circunstancias de las personas y las «autoridades competentes» agarran a un joven y lo asesinan «sin querer»[1].
Estas débiles metáforas son la forma que todos tienen de renegar y superar la realidad ausente, pero todo esto tiene un precio, puesto que uno acaba sintiendo que ha sido borrado, que su cerebro ha sido borrado y que su existencia en sí misma también lo ha sido. Tienes que destruir todo lo que guardas en tu pecho para construirte tu existencia segura aquí. Debes mentir hasta el límite de la mentira para protegerte. El miedo y la frustración son el pan de cada día y, cuando te encuentras frente a una realidad o una mentira más grande de lo que esperabas, no tienes más opción que huir y esconderte, después de tragártela hasta el punto de asfixiarte.
Ahora mismo me encuentro en Homs y te estoy hablando. Te digo que sigo caminando por las calles y escucho las voces de los ausentes. Su voz lo tortura a uno aquí. Hablan mucho en general, a pesar de su ausencia. A veces, por ejemplo, dicen: «Os esperamos.» Otras: «Seguiremos presentes en vuestro sueño y vuestra vigilia.» También dicen: «Confiamos en vuestra ira y tristeza.» Y también: «Nos quedaremos callados esperando que habléis.»
Un amigo dice, mientras inclina la cabeza sobre su hombro: «Nuestros días pasan de diversión en diversión.» Y todos asentimos con la cabeza. Otro dice: «Se nos va la vida en vano en este triste país». Y todos asentimos con la cabeza.
Un tercero dice: «Ojalá eso que fue no hubiera sido. » El movimiento de cabezas vacila y mantenemos la mirada en el suelo, mientras se entrecortan las letras. Hablar de «lo que fue» es a veces un acertijo o un pasado aplastante que es mejor superar, recuerdos escogidos de sucesos de los que hemos salido ilesos casi de milagro. Pero más que eso, la lengua se traba al hablar mientras que la memoria se mantiene despierta por lo que fue.
Ese hombre levanta el dedo frente a nuestro rostro, con sudor naciéndole en el centro de la frente, y nos dice: «No son elecciones, sino una renovación de la pleitesía, ¡una renovación de la pleitesía!»[2] Lo repetimos tras él serviles, pero cuando volvemos a nuestras casas, repetimos lo que hemos escuchado de boca de ese hombre tras nuestras puertas cerradas y maldecimos lo que se ha dicho y a quien lo ha dicho.
El hecho de que ambas cosas sucedan a la vez no facilita la labor de abordarlo. Esa mujer cuyo marido cayó mártir y que prometió un día que cocinaría en la calle y repartiría la comida gratis si caía el régimen, apenas puede creer que hayamos llegado aquí y estemos hablando de elecciones. Y como nosotros, muchos…
No es necesario que llegue el décimo aniversario para dialogar con ella en nuestra mente, porque ese diálogo vuelve a empezar, aunque no queramos, cada mañana en que nos despertamos con una nueva tristeza. No hace falta ser revolucionario, con todo lo que la palabra implica en cuanto a actos y significados que la exceden, para afirmar que rechazas todo lo que ha sucedido y sucede, a pesar de que eres claramente incapaz de hacer nada.
El corazón a veces puede sentirse sobrecargado por lo profundo de la acción que debes realizar y no puedes, pero el corazón sólo puede latir si lleva consigo todos esos suspiros, penas y pérdidas que no pueden olvidarse nunca, pase el tiempo que pase.
Estamos aquí. Seguimos buscando un chiste para sonreír en mitad de todo lo que acontece, pero apenas encontramos alguno. Por eso, nos corremos a las páginas de Facebook y repetimos las sonrisas censurables, en otra metáfora de las risas que perdimos hace años.
Seguimos aquí, en Homs. Nos mantenemos firmes. Caminamos, dormimos, comemos, tememos y soñamos. Lo importante es que continuamos soñando. Y lo único de lo que estamos seguros es de que nadie puede arrancar ni retirar lo que hay en nuestros corazones, por mucho que parezca lo contrario.
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