Publicado por La Jornada Semanal (México)
Capítulo V
Lo cual no quiere decir que nunca tuvimos días bonitos en El Cairo. Había días mágicos, distribuidos a lo largo del año; algunos ocurrían durante el largo verano y muchos durante el corto invierno. Lo que tenían en común es que eran días feriados o de flojera. Dicen que la ciudad nunca duerme sino que se desborda por sus propias puertas. La ciudad se concentra. La ciudad se bifurca. La ciudad se derrama y estalla. Las hormigas van por todos lados: fábricas, comercios, restaurantes, cafés, mezquitas, iglesias. Humanos que venden y compran y orinan mientras la rueda de la producción gira a pesar de la congestión. Así se verían las cosas si fueras un águila observándolo todo desde arriba, pero si fueras un joven o un ratón chiquito dando vueltas en la rueda de la producción, entonces ni siquiera estarías desplazándote de lugar. Vas al trabajo, lo acabas y te pagan algo. Nunca ves el fruto de tu trabajo, si lo hay, que no mueve nada. Tienes trabajo o no tienes trabajo, la rueda gira y la corriente te lleva.
Me acuerdo que después de la fiesta en la casa de Yusef Bazzy fuimos Muna, Mood, un grupo pequeño de amigos y yo a la casa de Mood en la colonia Garden City. Seguimos la fiesta hasta la mañana siguiente fumando hachís. Usamos una variedad de métodos, desde el alfiler hasta el joint. Nos acabamos una botella de vodka enterita. Veía la música en forma de monos pegados al techo. Había una rubia alemana moviendo su pierna izquierda al ritmo de la música. Erecciones intermitentes en el pajarito. Un joven estadunidense palestino que no hablaba bien el árabe y platicaba continuamente sobre el racismo. Humo, tabaco, hachís, y luego humo.
Kiko se voltea hacia mí con sus ojos ausentes detrás de las capas rojas:
–Bássam, humo en mi ojo.
– Por la salud de tus ojos, baby.
Tomo una servilleta y la pego en su ojo. El humo sale despacio de mi boca. La alemana nos mira perpleja. Quito la servilleta y los poros de mi mano chupan la morbidez de la piel morena de Kiko. La beso ligeramente en sus labios. La alemana nos pregunta en inglés:
–¿Saben que existe un tipo de fetiche sexual que consiste en lamer los ojos?
Mood interviene:
–Sí claro, lo leí alguna vez.
Kiko muestra su escándalo mientras me abraza:
–Qué asco, Biso.
¿Qué hacen los jóvenes en sus veintes en El Cairo?
¿Lamer pupila, lamer panocha, chupar pene, comer tierra, respirar hachís mezclado con somníferos? ¿Hasta cuándo este tipo de actividades fetichistas serán considerados como excitantes y recreacionales? Todos en este cuarto hemos probado todo tipo de drogas durante la universidad y después. Ahora somos un archipiélago de individuos para los cuales el único sentido de la vida consiste en juntarnos, alimentarnos, chupando la alegría uno del otro.
Mon Ami está parada cerca de las bocinas, con sus ojos cerrados y extendidos, como si su alma estuviera ahí arriba con los monos musicales. Las ondas sonoras que fluyen de las bocinas mueven su cuerpo.
Con el tiempo entendimos lo aburridas que son las drogas, o más bien lo insuficientes que son. Si alguno de nosotros se hubiera dejado fundir en el amor a las drogas, su vida se habría acabado en unos meses. Esto lo sabemos por ciencia y experiencia. Nosotros, que hemos permanecido en este cuarto hasta ahora, somos cobardes para terminar nuestras vidas de esa u otra forma. Tal vez porque estamos aferrados a la esperanza, al amor, a la amistad.
[…]
Lo que El Cairo hace con sus residentes es garantizarles amistades inevitables y estables no por libertad de elección, sino por las necesidades del destino. Como dicen, “quien va a El Cairo encontrará a su semejante”. Fumar solo no tiene sentido y la comida no tiene sabor sin tener una cara para observar cómo mueve la boca sonriente que mastica carcinógenos.
Para los afortunados de la ciudad, los que han logrado superar la etapa de la represión sexual, el sexo es una ramita más del campo de la amistad. El sexo se convierte en una chaqueta permanente. Kiko acaricia mi espalda y siento excitación entre mis muslos.Cuando se acercó la hora del amanecer, Mood se retiró a su cuarto. Todos se fueron a sus casas. Me dio flojera volver al Seis de Octubre y me quedé dormido en el sofá. Me desperté temprano con un ligero dolor en la cabeza. Hormigas marchando entre el cráneo y el cerebro cuyas patas irritan las neuronas. Entré al baño y tomé una de esas pastillas importadas para resistir el hangover. Tomé un baño largo de agua caliente, hice una llamada telefónica mientras me vestía y cité a la Señora Cucharita para desayunar juntos en el Maison Thomas, en la colonia Zamalek.
Calles limpias, sin coches ni transeúntes. Feriado. Probablemente era el Año Nuevo musulmán o el Día de la Victoria o el Día de la Revolución o el cumpleaños del pez gato. Pero lo importante es que la ciudad estaba inactiva y los humanos dormidos. No la conozco cuando se pone así. Si cruzo todo el camino desde la calle Qasr al-Ayni hasta la colonia Zamalek en menos de veinte minutos, siento que me está coqueteando de repente, sonriéndome pícaramente. Oigo su voz entre líneas, diciéndome: “En cualquier momento te puedo dejar colgado en un semáforo por más de una hora. No tendrás nada que hacer salvo pensar en tus tristezas y preocupaciones. El barullo chupará tu energía y tu vida pasará lentamente.” La sangre se derrama de las venas abiertas y cae en el baño.
Encontré a la Señora Cucharita en la puerta del local. Su vestido blanco y largo revelaba sus brazos y parte de su pequeño pecho. Me besó en las dos mejillas:
–Hueles lindo.
–Es el perfume de Mood.
Me gusta por su cuello. Es nueve años mayor que yo pero cuida bien su juventud. Practica deporte regularmente y come sano. Guapa, alegre, exitosa en su trabajo de publicidad. Pero es cristiana de familia protestante y, lamentablemente, le gusta Egipto. Como consecuencia, la oportunidad de encontrar un novio del mismo estrato que se quede a vivir con ella en El Cairo es escasa. Estudió en el extranjero y luego pasó una larga temporada con miedo de casarse y comprometerse con alguien para siempre. A veces habla de tener hijos. Se acostumbró a salir con hombres mayores hasta que de repente dejan de interesarse por ella. No le interesa la gente a quien ella interese. Soy el primero con quien sale que es más joven que ella y siempre siente vergüenza de revelar nuestra relación a sus amigos.
Muna le dio este nombre cuando la vio en una fiesta llevando aretes de cuchara.
Ahora lleva los mismos aretes, moviéndose mientras corta el pan con el cuchillo. Mi garganta está seca, pero insisto en fumar desde que despierto. Los cigarros saben distinto cuando hueles el aire mañanero de Zamalek. Sabor de alegría, nostalgia, ternura, violeta, naranja.
Desayunamos huevos con los mejores trozos de carne de cerdo importada, miel y mermelada, jugo de naranja y ya soy un hombre nuevo. Como dice el poeta, “no eres tú cuando tienes hambre”. Como si me despertara con su sonrisa, envuelto en una cobija blanca de Maison Thomas.
Caminamos por las calles de Zamalek hacia su casa. Una pulsera delgada de color plata decora su tobillo. Las uñas de los pies de color rojo. Ahora vamos de la mano, ahora abrazo su cintura. Reímos bajo las sombras de los árboles. Sonreímos a los militares protegiendo las embajadas, siempre gruñones.
¿La amo?
Claro que sí. Nunca tocaré a una mujer sin amarla. ¿Qué es el amor? No es más que una fisura en el corazón, cuchillo en el alma, calentura en el estómago. Como cualquier otro amor en El Cairo, está destinado a desvanecerse. Amamos por la compañía.
Fumamos un joint en su departamento. Acaricié su rodilla mientras buscaba una vieja canción de Madonna en la computadora. Levanté su vestido y bajé al suelo. Me senté entre sus muslos, levanté su pierna, saqué mi lengua y la extendí para lamer el dedo pulgar de su pie. Mi lengua paseaba sobre la piel de su pierna hasta la rodilla. Besé los bultos de la rótula. Se reía mientras dijo, en inglés, “me haces cosquillas”. Mi lengua seguía su paseo hasta su muslo. Besé, como la huella de una mariposa, su calzón de hilos delgados y lo jalé con mi mano. Mi lengua se ahogó en su vagina. Bebí mucho la noche anterior, tanto que me dio sed. La chupé sin parar hasta que se corrió de una vez. Entramos en su cuarto, donde hicimos el amor lentamente y con calma. Se puso de espaldas, puse mis dedos en su boca, los mojó con su saliva y puse mi dedo en su vagina. Deslizadizos y resbaladizos. Lo metí por atrás. Jalé su pelo corto hacia mí. La cogí duro y me tiré encima de ella por dos segundos o más. Me levanté, saqué el condón y lo boté en la basura. Le sonreí y sonó el celular.
–¿Aló, dónde andas, mano?
–Muna, cómo estás, aquí estoy en Zamalek.
–¿Y no quieres tomar la cerveza del atardecer?
–Échale.
–Estoy con Samira y vamos al Muqattam.
–¿Tienen coche?
–Simón.
–¿Por qué no pasan por mí en Zamalek?
–¿Cuándo?
Se levantó con una sonrisa ligera. El sexo se acabó. Lo que queda es la cordialidad, la amabilidad y la bondad. La gente se está matando ahí afuera. Seamos más gentiles. Por qué no.
–En una hora, digamos.
–En hora y media, digamos.
–Okey.
–Bye.
–Chau.
Tomé un baño rápido. Mientras la besaba, mi mano acarició su culo con gratitud. Salí a la calle con el pelo mojado. Caminé frente a la librería Diwan murmurando el ritmo de “okey… bye… chau”.
[…]
Fumaba un cigarro frente a la vitrina de Diwan invadida de libros baratos en inglés, los bestsellers de los aeropuertos y supermercados que dejan grasa en el cerebro y manchan el corazón con aceite. Pronto venderán libros con pollo Kentucky, pensé. Intenté llamar a Muna pero no contestó. De repente, apareció desde la ventana del coche de Samira, con su cabeza y brazos hacia afuera, su pelo volando por el aire o la música. Vuelan las banderas, detiene el coche, subo por la puerta trasera y saludo de mano a las dos.
Para llegar al Muqattam tuvimos que pasar por los desmembrados de la ciudad vieja. Esta vez, el camino desde Zamalek a la calle Abd al-Jaleq Tharwat duró menos de siete minutos. En un día normal, este trayecto dura una hora y media. Pero en un día anormal como hoy El Cairo está tirando regalos a los que pasan por sus calles.
Este vacío en las calles se debe a la flojera de los feriados. Las calles se lucen con su ropa nueva, en especial las calles del Centro. Muna lleva una falda de tela, ligera y larga. Meto mi cabeza entre las dos sillas, observo sus piernas. Ella levanta la falda descubriendo sus piernas, donde coloca un pedazo de papel arrancado de una revista y comienza a acomodar el tabaco y armar un cigarro de hachís. Me distraigo en mirar su rodilla brillante. Samira sube el volumen y se escucha la guitarra de Jimi Hendrix como una gallina poniendo su primer huevo.
Ya estamos sobre el Puente Al-Azhar y abro la ventana. Por un instante imagino que estoy oliendo comino, pimienta y especies. Bajamos del puente en la colonia Al-Hussein. Olor a café quemado. Aunque no soy experto, sé que es café barato y lo huelo. Llegamos a los cementerios y pasamos entre las casas de la ciudad de los muertos. Olor a hígado frito en aceite para coches que se extiende en el aire como nube borrosa. Desde el diluvio de olores que inunda a El Cairo, subimos al altiplano del Moqattam. Tomamos asiento en el bar Virginia y pedimos unas chelas.
Hablábamos sólo de cosas alegres: películas buenas que hemos visto últimamente, las canciones apasionantes que hemos escuchado y las historias maravillosas y extrañas que nos han contado los taxistas payasos de la ciudad.
El sol está a punto de ponerse. El Cairo está feliz, un pedazo de tierra de una foto bidimensional tomada por Google Earth. En medio de las antenas parabólicas, las casas feas y las torres grandes, aparece uno de sus viejos lagos. Un charco de agua pequeño, de los últimos que dejó el Nilo en la ciudad antes de la circuncisión que fue operada con la construcción de la Presa de Asuán, en los sesenta. La voz de Muhammad Muhi en el fondo cantando una canción vieja del arráez Hefny Ahmad Hasán.
Sopla una brisa ligera. El rocío se intensifica sobre el vidrio de la botella verde de cerveza. Gotas de agua mojan la mano cuando agarras la botella. Un apretón de líquidos, como un testimonio de amor entre la cerveza y su bebedor.
Samira juguetea con su celular. Muna agarra su botella y chocamos la una con la otra. Su sonrisa. Un mechón de su cabello vuela en el aire. El Cairo en el fondo al anochecer. Por unos momentos siento algo parecido a la felicidad •
(Istijdam al-hayat [El uso de la vida], Beirut: Dar al-Tanwir, 2014)
Traducción del árabe al español por Shadi Rohana y revisada por Lauri García Dueñas.
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