Imagen de @donia__photography
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Texto de George Giacaman publicado por Jadaliyya

Traducción de Ibrahim Rifi

 

(…)

Está claro que el mundo árabe no será inmune a las consecuencias del COVID-19. De hecho, la mayoría de los países árabes estaban sufriendo una crisis económica crónica antes de la propagación de la epidemia, además de ser desde un punto de vista político regímenes autoritarios, con algunas diferencias entre unos y otros. Fue sorprendente que los levantamientos y las revoluciones árabes de 2011 comenzaran en Túnez y no en otro país árabe, como Egipto, con claros indicios de agitación interna como huelgas, concentraciones y demandas acompañadas de un cierre de la puerta de la labor política y la opresión de los aparatos de seguridad del Estado. Recuerdo conversaciones con compañeros tras la revolución de Túnez y cómo decían “a ver qué pasa en Egipto”. Pero lo que sucedió no fue una sorpresa porque la necesidad de un cambio radical estaba en la agenda de los pueblos de la región desde hacía años.

 

Entre las posibilidades a las que se puede enfrentar el mundo árabe en la era post COVID-19es necesario señalar, aunque sea de manera escueta, la situación existente previa al estallido de las protestas en el año 2011, teniendo en cuenta que la situación en general no ha cambiado desde entonces, sobre todo en los aspectos económicos, por razones a las que me referiré más adelante.

 

Quienes quieran conocer con más detalle la situación del mundo árabe antes de las revueltas y las revoluciones de 2011, les recomiendo los que son para mí dos de los mejores libros sobre el tema. El primero es “Al shaab yurid” (El pueblo quiere) del escritor libanés Gilbert Al Ashqar, en la que recomiendo especialmente la sección sobre las causas que obstaculizan el desarrollo en la mayoría de los países árabes. El segundo es el informe de la Comisión Económica y Social de las Naciones Unidas para Asia Occidental (CESPAO) publicado en diciembre de 2016 y titulado “La injusticia en el mundo árabe”, así, tal y como lo leen.

 

Veamos brevemente cómo era la situación del mundo árabe por aquel entonces a través de una serie de datos estadísticos. En primer lugar, el porcentaje de jóvenes en los países árabes, como en la mayoría de los países en vías de desarrollo, es más alto que en los países desarrollados, y de media alrededor del 70% de la población tiene menos de treinta años. La tasa de desempleo juvenil de las personas entre 15 y 24 años era del 24,4% según los datos publicados por la Organización Internacional del Trabajo en el año 2010, pocos meses antes de los levantamientos de 2011. Según el informe de la CESPAO, el porcentaje de personas que viven en la pobreza en los países árabes es del 21,3% según el umbral de pobreza nacional de cada país. Al mismo tiempo, el porcentaje de personas que viven en riesgo de pobreza o en situación de semi-pobreza era del 19,5%, es decir, que el total de personas en situación de pobreza y en situación de semi-pobreza sumaba un total del 40,8% de la población total.

 

Sin embargo, muy curiosamente los informes del Fondo Monetario Internacional sobre algunos países árabes, por ejemplo, Egipto, eran “alentadores” y apuntaban a indicadores de “progreso”. Pero la lección se aprende con la experiencia, y una vez se produjo el estallido de las revoluciones, la misma directora del Fondo, Christine Lagarde, se retractó afirmando que el alto desempleo era una “bomba de relojería”. En contraste con los informes del Fondo Monetario Internacional, los informes secretos de la Embajada de Estados Unidos en El Cairo antes de las protestas, que eran enviados al Ministerio de Exteriores y algunos de ellos fueron publicados por WikiLeaks, eran mucho más realistas, pues alertaban de la creciente tensión social en Egipto y de sus riesgos potenciales.

 

Si analizamos la situación del mundo árabe en su conjunto, política y económicamente y nos preguntamos ¿quién gobierna?, la respuesta es: una alianza tripartita entre políticos, el Ejército o los aparatos de seguridad y unos cuantos hombres y mujeres de negocios. En cuanto a la economía de la mayoría de los países árabes es una economía de mercado, y esto es verdad hasta cierto punto, pues no es una economía de mercado tal y como se encuentra definida en los libros, sino más bien una economía clientelar: una economía en la que las relaciones clientelistas son parte esencial en la estructura de estos sistemas de manera genérica. Por lo tanto, para la supervivencia de estos regímenes se requiere del autoritarismo y la represión. Estos países no producen oportunidades de desarrollo ni de empleo acordes a las necesidades de sus ciudadanos, especialmente en el contexto de la globalización actual. Por consiguiente, en un cambio más dramático, estos países no tienen más remedio que ser autoritarios si quieren continuar con el robo y el saqueo que se da en la mayoría de ellos, pese a que el grado difiere de un Estado a otro.

 

Siendo la única excepción Túnez, que a nivel político ha logrado importantes cambios como una nueva Constitución aprobada por un Parlamento elegido libremente, hasta ahora no ha logrado generar cambios económicos, especialmente en las zonas tradicionalmente empobrecidas del sur. Existen muchas razones que lo explican; en el año 2016 el FMI concedió a Túnez un préstamo con la condición de reducir los salarios del sector público y devaluar el dinar lo que iban a suponer una disminución del poder adquisitivo.  También explican el estancamiento económico de Túnez las condiciones establecidas por la Organización Mundial del Comercio que estipulaban la apertura comercial en beneficio de las grandes potencias y sus empresas multinacionales.

 

La crisis económica afectará a la mayoría de los países árabes como afirma la directora del departamento de investigación del Fondo Monetario Internacional, Gita Gopinath, quien ha afirmado que el mundo será testigo de la peor recesión desde la Gran Depresión de 1929. El desempleo aumentará, y afectará especialmente a los jóvenes, las personas en situación de pobreza y en situación de semi-pobreza, y situándose por encima del 50% en la mayoría de los países árabes, con la excepción de algunos países del Golfo y de sus nacionales, que también podrían verse empobrecidos parcialmente, pero no de los trabajadores extranjeros. En consecuencia, seremos testigos de un gran malestar social, protestas y huelgas en varios países y se espera que comience una tercera ola de levantamientos que serán reprimidas de diferentes maneras por la contrarrevolución liderada desde 2011 por Arabia Saudí y Emiratos Árabes, y ahora en alianza abierta con el Estado de Israel, al menos en el caso de Emiratos.

 

Cabe mencionar de manera particular a Egipto, escenario de la revolución del 25 de enero cuando Hosni Mubarak fue sacrificado por los militares y por Estados Unidos como chivo expiatorio por temor a un cambio radical como resultado de la revolución. Esto generó un miedo que llegó al pánico entre quienes luego se convertirían en la contrarrevolución árabe. Esta grave preocupación de los líderes autoritarios se vio en los medios de comunicación saudíes y del Golfo en general quienes hicieron una crítica sin precedentes a Estados Unidos, y cómo “había abandonado a sus amigos» cuando supuestamente les debía proteger a cambio de su subordinación a Washington.

 

Este fue un punto axial desde la perspectiva de estos países, y en mi opinión esta es una de las principales razones que impulsaron a Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos a fortalecer la alianza con Israel, no solo por el común conflicto con Irán, sino también para tener la influencia dentro los Estados Unidos que Israel tiene que les dé una mayor garantía de que Washington no se desentenderá de ellos como se desentendió de Mubarak. Así lo ha manifestado el presidente Donald Trump lo de manera clara, cruda e insultante más de una vez: si quieren protección tienen que pagar. Ya hemos visto cómo han pagado, y siguen pagando, por etapas.

 

Desde entonces y hasta ahora, Emiratos Árabes Unidos particularmente ha desempeñado un papel más avanzado que el de Arabia Saudí como principal punta de lanza de la contrarrevolución en el mundo árabe. Así lo hemos visto en Sudán y Túnez hasta el punto de que la parlamentaria tunecina y presidenta del Partido Constitucional Libre, Abir Musa, ha sido acusada por sus homólogos de ser la representante de Emiratos Árabes Unidos en el Parlamento por desempeñar un papel activo en el ataque al partido islamista Ennahda.

 

Durante años, Emiratos Árabes Unidos ha liderado una campaña activa contra los Hermanos Musulmanes dentro y fuera del país y los partidos islamistas que la Administración Obama consideraba “moderados” por ser los únicos candidatos que podían entrar en el poder y ser alternativa a los regímenes existentes en varios países árabes.

 

Si vamos a vivir una nueva ola de protestas en el mundo árabe debido a un esperado empobrecimiento como consecuencia del aumento del desempleo hasta niveles nunca alcanzados en los próximos años, los regímenes contrarrevolucionarios árabes se encargarán de acabar con cualquier atisbo de cambio y esto se hará con el posible apoyo indirecto de Israel, especialmente en el caso de Egipto.

 

Y me refiero a Egipto en concreto porque de nuevo es el perfecto candidato para la explosión de las protestas. En un importante estudio publicado a finales de agosto de este año por tres investigadores árabes, uno de ellos, Yazid al Saigh quien publicó un libro sobre la situación de Egipto hace exactamente un año, concluía:

 

“La seguridad y estabilidad macroeconómica en Egipto se ha construido en los últimos tiempos sobre cimientos débiles, lo que indica su vulnerabilidad durante la pandemia del COVID-19. En consecuencia, el país ha vuelto ahora al punto de partida, en una posición muy similar a la que tenía antes de la revolución de 2011: estable en apariencia, pero con profundos problemas estructurales, un fuerte descontento social y el agotamiento de quienes pueden acabar con esto”.

 

Por lo tanto, el régimen utilizará las mismas herramientas para reprimir cualquier posible levantamiento, y Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí podrían ayudar al régimen con un fuerte desembolso económico, tal y como hicieron con Hosni Mubarak en 2011 cuando estallaron las mismas protestas.

 

En última instancia, el éxito de cualquier posible tercera ola de revueltas árabes dependerá de tres factores:

 

  1. Que el Ejército tenga un papel político y económico fundamental en el sistema, es decir, un interés en que las cosas no cambien. No como el de Egipto o Sudán, sino como el de Túnez. Que el propio ejército que se lance a la represión directa mantenga la cohesión como el ejército sirio que se ha mantenido fiel al régimen de Bashar Al Asad.

 

  1. Que haya partidos y movimientos organizados que tengan líderes reconocidos y demandas específicas que no están sujetas a fragmentación, es decir, no como Líbano. O movimientos capaces de formar rápidamente sus filas como es el caso de la Asociación de Profesionales de Sudán.

 

  1. Que los objetivos no sean contradictorios y busquen cambiar la naturaleza del régimen, no alcanzar el poder bajo la tutela del Estado profundo. Es decir, no como en Egipto, donde las fuerzas de la revolución de los jóvenes se volvieron contra el régimen de Mohamed Mursi, y objetivamente se unieron a las fuerzas del Estado profundo, comiéndose a su vez a sí mismas.

 

 

 

 

 

 

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