Un acuerdo histórico entre Teherán y las potencias occidentales encabezadas por EE. UU., está al alcance de la mano después de un nacimiento accidentado de trece años se mire como se mire.
Un acuerdo que cambiará para siempre Oriente Próximo, que reformulará las alianzas internacionales y las enemistades y prioridades tradicionales, y cambiará también la imagen de Irán ante el mundo, redeterminando su posición en esta región vital y explosiva como una gran potencia, como miembro del club de los grandes tras haber conseguido que se legitime su programa nuclear en un entorno regional fragmentado étnica y sectariamente.
No es de extrañar que el presidente y el ministro de Exteriores de Irán hablen de una «gran victoria» y se baraja la posibilidad de que los iraníes celebren por todo lo alto el acuerdo una vez sea anunciado. El régimen de Teherán supo desde el inicio vincular el expediente iraní al espíritu nacionalista, a la historia imperial y a la dignidad nacional iraní. El acuerdo será también una victoria personal para el presidente Hasan Rohani, y para su corriente reformista, lo que no significa que los conservadores no quieran que haya acuerdo.
En resumen, se trata de la victoria de una diplomacia capaz de evitar al mundo los desastres de la guerra si se le da la oportunidad y se cree en sus intenciones. El levantamiento progresivo de las sanciones económicas y el consiguiente fin de la congelación de los enormes fondos de la agotada economía de Teherán significan un importante apoyo interno y regional para el régimen.
Irán está en su derecho de celebrar el fruto de su paciencia y de su resistencia de años en unas difíciles negociaciones, y eso debe ser una lección para otros que se apresuraron a hacer concesiones perdiendo así muy pronto sus cartas de fuerzas y haciendo que el adversario quisiera únicamente negociar por negociar.
Que el mundo contenga la respiración en las últimas horas esperando que se formulen puntos de discrepancia que luego serán revisados por los juristas, traducidos y enviados a las capitales implicadas en el acuerdo para ser aprobados por los líderes políticos, no es extraño ya que EE. UU. haya hablado de «diferencias continuas pese a un gran avance». Como la Administración Obama se prepara para hacer frente a una dura guerra que liderará el gobierno del criminal de guerra Netanyahu, y el Congreso estadounidense de mayoría republicana, tal vez haya querido demostrar que no tiró la toalla y que trabajó por conseguir concesiones iraníes hasta el último momento.
Las claras diferencias entre la postura de Washington y la de las capitales europeas que han participado en las negociaciones pueden deberse a que EE. UU. lleva una agenda oculta de Israel que no está inquieto ante una bomba atómica que Teherán no necesita para mantener su potencial de disuasión estratégica, sino que lo que rechaza es la presencia de un Estado fuerte no neutralizable que se oponga a la legitimidad de su existencia y a reconocerle.
A nivel regional el acuerdo va más allá del acuerdo nuclear y de levantamiento de las sanciones, y es un anuncio implícito de una cooperación que roza las fronteras de la asociación estratégica entre Irán y Occidente en varios expedientes, tal vez la lucha antiterrorista sea uno de ellos. Cumplidas las previsiones de fracaso de la alianza internacional contra el Estado Islámico, Teherán se considera a sí mismo capacitado para liderar los esfuerzos antiterroristas regionales e internacionales, para impedirle un retrazado del mapa de Oriente Próximo a cambio de que se le deje rienda suelta a nivel regional, sobre todo en Siria, Iraq y Líbano.
El resultado irrevocable del acuerdo es la coincidencia de intereses de Israel y de algunos países árabes que verán en el «Irán atómico» la mayor amenaza para su poderío e incluso para su existencia, y por esta razón ambas partes crearán una «alianza del hecho consumado». Otros países árabes se centrarán en luchar contra las organizaciones terroristas que les han puesto al borde del colapso, como decía recientemente el presidente tunecino, y el observador encontrará inevitable prever una mayor involución de la causa palestina mientras Irán (sic.) se deshace de su puesto de enemigo de la República Islámica de Irán.
La zona podría entrar en una nueva carrera armamentística de la que se beneficiarán los presupuestos de los países exportadores de armas, y se permitirá a los países árabes que compren reactores nucleares ya listos para generar energía y ser ellos también Estados nucleares, con una diferencia naturalmente, y es que Washington, e Israel detrás de ellos, no permitirán que haya un nuevo Irán que posea el conocimiento y el potencial para enriquecer uranio.
Mientras las soluciones políticas cada vez son más difíciles por no decir que imposibles en expedientes como el sirio y el yemení, y se consolidan las complicaciones en otros Estados, se impone la siguiente pregunta: ¿Es el momento de comenzar un diálogo estratégico árabe-iraní y de aceptar una nueva potencia en la zona en lugar de seguir en este túnel oscuro?

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